No sé si deba partir pidiendo perdón, porque no he hecho nada malo. No han sido pocos los que hasta ahora me han estado pidiendo otro informe, que hace tiempo que no escribes, que por qué te demoras tanto, que si no escribes pronto vas a perder a tus auspiciadores, que no habrán más solazamientos si a tales intervalos has de escribir, etc. Y pregúntome, ¿es menester escribir que no tengo nada nuevo que contar? Finalmente llegue al plateau del intercambio: al punto donde todos los días son como todos los días, aunque constituza una experiencia siempre nueva, siempre sorprendente z siempre con nuevos desafíos –como intentar no confundirse entre la “z” y la “y” al tipear en los computadores alemanes- pero, sin perjuicio de todo eso, también se vuelve una misma experiencia unitaria. Hasta la más inestable de las actividades – digamos, entrenar un equipo de handball de maníaco-depresivos – se puede convertir en un rutina. Ojo, no hay ningún tipo de juicio de valor en este hecho, tan solo se arrutiniza, como siempre, como a todos.
Algo que sí puedo contar – y que quizás es la única excusa para todo este posteo – es el hecho que el próximo martes 27 se apersonan nadie más ni nadie menos que… ¡mis papás! Exacto. Los mismos que alguna vez tuvieron que aguantarse una serie interminable de “actuaciones de fin de año” en el jardín infantil, los mismos con los cuales mantenía batallas campales por “comerme (o no) toda la comida”, precisamente aquellos quienes desde el principio estaban casi más entusiasmados que yo con la idea del intercambio. (¿Será porque les quedó el departamento entero para ellos solos? Hmm… sospechoso). El martes próximo ya estarán llegando a Heidelberg, cámara al cuello y mapa en la mano, cual par de turistas cualquiera, de los cuales tanto desprecio entregamos cotidianamente acá. Después de estar todos los días haciendo un slalom para evitar cruzarse en los flash de cámaras japonesas, evitar chocar con españoles gritando “Mira Chabela, ¡que qué flipa’o está el castillo!”, evitar dar tumbos con gringos exclamando algo así como “qué pintorescou, pero no ser como nuestro viaje en Chile”, ahora me toca a mí ser uno de esos, acompañando a mis papás. Pero antes de eso, el plan es arrendar un auto y partir los tres hacia Praga, la gran ciudad de… de… República Checa donde pasó… pasó…. este… bueno, pasaron muchas cosas importantes para
Por ahora cierro este informe que vendría siendo algo así como un monumento al dicho: “El hombre es el único animal que duerme cuando no tiene sueño, come cuando no tiene hambre y habla cuando no tiene nada que decir”. (Guru Guru). Ahora sí pido el perdón mencionado al comienzo.
Post Scriptum: Domingo 25 de mayo
La contradicción es una parte esencial de nuestra naturaleza humana. Gracias a ella, las ruedas giran, los organismos microcelulares pujan por vivir y las leonas amamantan a sus cachorritos leones. Por esto, vengo a contradecir el “nada que decir” de todo lo que escribí anteriormente. Ahora sí tengo algo que contar.
Ayer sábado, 24 de mayo, tras algunas conversaciones protocolares, diplomáticas, emailíticas, plurifuncionales y multidirigidas, se llevó a cabo un paseo pendiente hace tiempo: Nacho "no todos los filósofos no son ingenieros” Mena, residente actualmente en Karlsruhe; Jorge “leo a Aristóteles y escucho hip hop” Torres, el mismo de Freiburg; y Gastón “de lo que no se puede hablar es mejor callar… y del resto, también” Roberts, otro filósofo también, intercambiado empero en Tübingen, nos habríamos de reunir en la ciudad del último suscrito. A esto se unieron mis dos cohabitantes chilenas, sc. Cony et Carla, que les pareció de lo más salvaje este paseo y se anotaron. Así inicióse el recorrido con el avanzar – siempre contradictorio – de un convoy a ruedas deslizándose a velocidades decrecientemente aceleradas por sobre tiras de hormigón puestas de manera paralelas a lo largo de un trayecto predeterminado. Evitándome el detalle de cada uno de los tramos recorridos, vale decir que llegamos
Las chiquillas enfilaron de vuelta hacia Stuttgart, y los machos cabríos del pensar apareciente salieron cual cro-magnones de sus cavernas en búsqueda de algún carrete tubingano… y digno. Tras recorrer erráticamente a pie distancias equivalentes a cerca de cuatro veces el diámetro de la ciudad, terminamos finalmente – como podría ser de otro modo – en una fiesta en la así llamada Leibniz-Haus, en la cumbre de una colina, semejante a alguna de Valparaíso o la subida de Chucre Manzur. Allí halláronse una serie finita de mónadas distribuidas de manera heterogénea y caótica en torno a varios ambientes, la barra y sobre todo, frente a un telón gigante donde proyectábanse secuencias de dibujos abstractos. En algún otro cuarto se daban películas de cine arte, y los metafísico-culturistas nos decidimos por bailes de salón, en un sauna o pieza altamente acalorada, donde sonaban vivaces ritmos latinos y balcánicos (i.e. música de Kosturica). Tras las horas de permanencia, volvimos con sendas sonrisas en los rostros nuestros, afirmando, al decir del Ing. (c) Mena, que fue “la mejor de las fiestas posibles”. Todo gracias a Leibniz. Cómo podría ser de otro modo.
Cuatro lolitos varones en un cuarto pensado para uno = no tiene precio. Y por supuesto tampoco tiene espacio para todos durmiendo cómodamente, por lo que algunos hubieron de dormir directamente en el suelo. Sin perjuicio de eso – ni de las Kater producto de algunos beberajes espirituosos de la noche anterior – dimos algunas vueltas por Tübingen el domingo en la mañana, recorriendo el Neckar y viendo con admiración y pavor – y algo de envidia – la amarilla torre donde Hölderlin pasó los últimos años de su vida, encerrado, loco y filosofando. Un almuerzo a cargo de Turquía vendría a ser el preparativo para un apacible yacer en los prados tubínguicos, viendo como los alegres y pícaros estudiantes alemanes se solazaban jugando paletas, caminando sobre la cuerda floja o ensirviéndose un melancólico pic-nic.
Algunas apreciaciones sobre Tubinga: ciudad definitivamente universitaria – más aún que Freiburg o Heidelberg – dicho de otra manera, es “una universidad que tiene una ciudad”. Su encanto radica en sus calles empedradas e inclinadas, repartidas como sin querer ni orden alguno, sus casas coloridas de estilo “alemanisch” según el documentado Lic. (c) Torres. Sus parques y el fluir del Neckar – ¡el mismo río de Heidelberg! – le añaden un aire bucólico y romanticón, que se enfrenta a menudo con las armónicas y guturales canciones nocturnas de los estudiantes borrachos. La primavera en ciernes se encargó de emperifollar a la ciudad para nuestra visita, dejándonos con un profundo sentimiento de volver… pero ojalá con un método más práctico que los eternos viajes en los trenes alemanes: si bien se pueden aprovechar ofertas de pasajes convenientes para el bolsillo del estudiante medio, éstas lo redirigen a hacer tramos por poco eternos en trenes regionales, desplazándose de tren en tren, convirtiéndonos en reyes de la espera en los andenes y verdaderos especialistas en temas de recorridos, horas, vagones – y vagonetas – y estaciones. Por ejemplo, el tramo Tübingen – Heidelberg se hace en auto en dos horas; en tren, nos demoramos más de cuatro, haciendo un paseíto por distintos destinos intermedios, cuya máxima diversión no es sino constituida por una máquina de café en el andén (contémplese en la foto a srta. Cony disfrutando a concho su espera en el Andén)
Ahora sí puedo cerrar este posteo, quizás por mucho más interesante - o interesable - que lo que era cuando fue concebido. Como se anotó arriba, ya pasado mañana parten mis auspiciadores desde Santiago hasta estas latitudes, cosa que me tiene muy entusiasmado. Lo que valga la pena contar – y a veces lo que no – será debidamente reportado, registrado, fotografiado, grabado en video y conservado. Si tienen suerte y se comen toda la comida, tal vez sean subidos a la wé.
Un abrazo grande desde Heidelberg,
Cristián