sábado, 14 de junio de 2008

Mucho que contar ahora...

Hace algo más de dos semanas llegó uno de los momentos más esperados del viaje. Organizado por mi papá, y con mi silenciosa complicidad, a mi mamá le llegó de regalo de 35 años de matrimonio un viaje a Europa para ir por fin a Praga… y también pasar a ver al niño a Heidelberg (todavía se discute cuál de los dos es el motivo verdadero y cuál es la excusa). Tras la revelación de la sorpresa – por allá en marzo – y ‘todo lo que es’ preparativos, hace algo más de dos semanas llegó el día… y llegaron ellos. Pero claro, los lindos con media hora de retraso, así que llegaron en el tren siguiente al que deberían haber llegado. ¿Y no me he quedado yo dando vueltas por la estación buscándolos? Como dice la curiosa expresión, llegaron “sin novedad” -como si llegar no fuera en sí mismo una novedad- y nos dirigimos raudamente al hotel que tenían reservado para la primera noche. Alguna vez se me pasó por la cabeza – muy velozmente – que se podrían alojar conmigo, pero, si bien hay algo de espacio como para alojar gente acá, las condiciones hoteleras de la Europahaus no son, por así decirlo, las óptimas como para recibir a estrellas como mis papás.

I. Praga

Sin mayor mediación el segundo día de su llegada, partimos al local de Avis donde retiraríamos el auto que teníamos arrendado, donde ahí sí tuvimos algo de mediación, ya que nos estuvieron tramitando porque el auto que estaba pedido no tenía seguro para salir del país, lo que hacía irrealizable llevar a cabo nuestra travesía a Praga (que queda en otro país). Finalmente, tras tramitarnos, nos dieron otro auto, incluso mejor que el pedido inicialmente. Además – esto tiene que ser narrado – venía con una de esas cosas que nos saca en cara que seguimos siendo un país del tercer mundo: localizador GPS. Cual pehuenches con iPod, nos pusimos a jugar con la tontera, cuyo acento español y voz femenina (“vire a la izquierda en doscientos metros”) hizo que obligadamente fuera bautizada como “Alicia”. Más encima, mostraba en pantalla un mapa de dónde estábamos, dónde queríamos llegar y todo el camino. Una maravilla.

(Se recomienda, en la medida de lo posible, tener un mapa a mano para ubicarse en los próximos pasos)

Arriba de nuestro Renault Scénic y con la irremplazable ayuda de Alicia, le dijimos “vamos a Praga” y de inmediato nos trazó un camino desde el local de Avis en Heidelberg hasta el centro de Praga. Así, emprendimos camino a través de la impresionante red de carreteras alemanas, en las cuales: a) no hay peajes, b) no hay límite de velocidad. Viajando tranquilos, digamos a unos 140 km/h, salimos de Heidelberg, cruzamos Baden-Württemberg hacia el este y entramos en Bayern, donde hicimos una pausa para almorzar un poco más al norte de Regensburg. Al igual que Marco Polo, seguimos en dirección al Oriente hasta que entramos en República Checa. Como este país, si bien todavía no pertenece a la Unión Europea, pero sí está muy avanzado en el proceso de hacerse miembro, no había parada en la frontera. No obstante, de entradita tuvimos algunos detalles: teníamos que comprar un permiso para circular mientras estuviéramos on the (czech) road y teníamos que tener algunas coronas- todavía no cambian a euros los muy… - cosa que fue casi imposible, considerando que en los centros de servicio no se habla inglés ni alemán. No obstante, seguimos en nuestro camino a la gloriosa Praga, cuyas torres y cúpulas empezamos a divisar alrededor de las 5 ó 6 de la tarde. Con la ayuda de Alicia no fue difícil identificar dónde quedaba el hotel, en la céntrica calle de Vinořadska. Lo que fue difícil, y lo siguió siendo hasta el final del viaje, fue estacionarse: o sea... tú cachai po, estacionarse en Praga es imposible, ¡un cacho!

No voy a hacer una reconstrucción detallada de cada uno de los días o de cada una de las Sehenswürdigkeiten que visitamos, pero sí algunas apreciaciones generales. Praga sigue bastante parecida a como estaba cuando la visité el 2006 (si una de las gracias de la ciudad es que se ha conservado prácticamente intacta a lo largo de varios siglos, mínimo entonces que se conserve dos años, ¿no?). Por lo mismo, sigue teniendo ese encanto de estar pisando un poco de historia – y de historia importante – en cada momento; ese encanto de estar conviviendo con varios siglos alrededor. Pero también tiene cosas menos encantadoras como el impronunciable checo – y mucho menos comprensible – o el verdadero exceso de turistas. No es por dármela ashí del intelectualsh que she queja de la comershialishashión de la shiudad, pero llega a ser realmente desagradable el número – y no menos la calidad – de los turistas, como también lo adaptado-a-los-turistas que es el centro de la ciudad. Claro, es agradable que pueda llegar a un restaurant y pedir algo de comida en inglés, en vez de tener que jugar a las señas con el mozo, pero es otra cosa entrar a alguno de los infinitos negocios de souvenirs – con prácticamente los mismos souvenirs en todos lados (cfr. foto) – y que salte el vendedor a decirte hola en todos los idiomas que sabe hasta que le contestes: “Hello… hallo... buona sera… kháire … bon jour... salve viator… oshi toko… hola...” “hola!, ¿cuánto cuesta esto?”.

Las ‘atracciones’ que visitamos con mis papás fueron sobre todo las grandes construcciones del centro antiguo de la ciudad: la torre del reloj y la plaza de la ciudad vieja, el castillo y la catedral de San Vito, el increíble puente de Carlos IV, el barrio judío, la Torre Petrina – versión checa de la Torre Eiffel–, las infinitas iglesias que están sembradas a ambos lados del Moldava – lo que es terriblemente irónico considerando que actualmente un 75% de la población checa son ateos –, aunque también tuvimos algunas salidas menos tradicionales. Dado que estábamos quedándonos en una calle céntrica, pero del centro menos-turístico de la ciudad, por ahí nos fuimos a meter a un restaurant – que pasaba más bien por una de las nuestras “fuente de soda” – donde vimos checos de verdad, cerveceando y gritándose. Como esos dos ciegos que estaban un par de mesas más atrás que nosotros y que, por lo visto, llevaban ya varias cervezas en el cuerpo siendo las 2 de la tarde. Otra de las salidas folklóricas fue al Český Pivní Festival, esto es, al Festival Checo de la Cerveza, que se estaba llevando a cabo en el recinto ferial de Holešovice, al norte de Praga. Dado que Alicia nos llevaba a todos lados, pudimos llegar allá y servirnos un buen plato de comida típica – tanto o quizás aún más pesada que la comida alemana –, con un buen par de cervezas checas, servido todo esto por una muy buena lolita checa de nombre “Bara”, vestida igual que la del afiche, siendo bastante mejor y más jovencita que la modelo y que se sorprendió tremendamente cuando le dijimos que veníamos de Chile. Lamentablemente, no se dieron las cosas para haber seguido profundizando tan enriquecedor intercambio cultural. A propósito de intercambios cultural, tuvimos la (¿mala?) suerte que justo en la mitad de nuestra visita a Praga, se jugaba un partido República Checa – Escocia. Esto significó que desde el sábado en la tarde empezamos a ver esporádicamente tipos, usualmente grandes y gruesos, en grupo y gritones, vestidos con la camiseta de Escocia y usando las típicas falditas escocesas. Paulatinamente empezaron a verse cada vez más de estos tipos o grupos de tipos, en el metro, en las calles, sobretodo en los bares y en las plazas. El domingo mismo la situación ya empezó a tomar ribetes de invasión: la plaza de la ciudad antigua de Praga literalmente llena de guatones en faldita, “cantando” “canciones” de estadio, sacando gaitas y bailando. Todo esto lubricado por varios galones de cerveza. Por nuca.

Algunos momentos inmortales: los comentarios de mi mamá del estilo: “Uy.. pero qué bonito es todo esto, las casas, el cielo, los colores…. ¡Como no se le ha ocurrido a un gringo hacer un
casino inspirado en Praga en Las Vegas!"; la concentración y dedicación de los profesionales de las bolitas en la final del campeonato nacional checo, que se estaba jugando en los parques de Petrina; la saturación de señoras piadosas latinoamericanas – mamá incluida – en la tienda de la Iglesia del Niño Jesús de Praga; mi encuentro fortuito con cuatro chilenas top, que se encontraban disfrutando su viaje por Europa post-titulación – conversando un poco llegamos lógicamente a encontrar gente en común – ; el diálogo imposible con el metalero checo que estaba en la entrada del festival de cerveza; el claustrofóbico ascenso en escaleras de caracol al campanario de S. Vito, y muchos otros.

II. De vuelta a Alemania

a) Salimos de Praga sin ganas de volvernos directamente hacia Heidelberg, sino de pasar por algún lado entremedio. Inicialmente habíamos pensado en Salzburg, pero después se nos olvidó y elegimos volver por la parte oriental de Alemania, la ex DDR o RDA. Así, nuestro primer destino fue la ciudadita de Jena, ciudad universitaria en algún momento famosa por la presencia de varios ‘top ten’ del idealismo alemán, como Schelling, Schlegel, Herder, algún Humboldt, el mismísimo Hegel cuando más lolito, etc. Hoy por hoy, sigue siendo pequeña y universitaria, pero más volcada al lado químico, botánico y físico. Llama la atención, al medio de esta localidad más bien chiquitita, una torre redonda de vidrio de 30 pisos plantada al medio medio de la ciudad, casi como un mango gigante para que Dios tome la tierra. Subiendo ahí se pudieron tomar unas aéreas maravillosas, como acusarán las fotos.

b) Tras almorzar subimos a nuestro bólido y nos aventuramos hacia el próximo destino que Alicia nos indicó: Weimar (se pronuncia [váimar]). Ciudad chica, conocida por haber sido también parte del núcleo del romanticismo – allí vivieron por largo tiempo Schiller y Goethe – y por haber sido la sede del gobierno parlamentario después de la primera guerra – la así llamada “República de Weimar” – en la que nos bajamos y recorrimos, tomamos helado y callejeamos bastante. Quizás más chica que Jena, pero al parecer más señorial y más ‘glamorosa’, por haber sido centro de gobierno. Como es costumbre en Alemania, estaba llena de carteles recordando el pasado glorioso de sus edificios: “En este edificio se constituyó el parlamento de Sajonia y Turingia entre los años 1867 y 1919”, “Aquí vivió Schiller entre septiembre de 1796 y enero de 1799”, “En este parque está prohibido estacionarse” y tantos otros recordatorios para mantener viva la memoria histórica, algo que los alemanes saben hacer muy bien. Por momentos, demasiado bien.

c) El siguiente destino que le enchufamos a Alicia fue Erfurt, ciudad reconocida por su gloria medieval… y por haber sabido mantenerla; es una de las ciudades más importantes de la Alemania Oriental, junto con Leipzig y Dresden, y nos pareció interesante, sobre todo por su Altstadt, donde se conservan muchas construcciones medievales: iglesias, monasterios, las famosas casas sobre el río, etc. Tras dar un par de vueltas sin destino para encontrar un hotel – que no nos cobrara demasiado caro por además querer estacionar el auto – finalmente dimos con uno y pasamos ahí la noche. Justo al frente estaba el “monasterio de los descalzos”, que ahora – tras la segunda guerra mundial – son ruinas que se usan como teatro.

d) Levantándonos no tan al alba y tras desmantelar el buffet del desayuno del hotel, tomamos el auto, le apretamos la guatita a Alicia para que nos llevar a Rothenburg ob der Tauber, ciudad conocida mundialmente – sobre todo en China y Japón – por ser un pueblo medieval, amurallado y conservado tal cual era hace unos 400 años por lo menos. Tal vez en ese entonces había menos turistas – sobre todo orientales – y menos tiendas de figuritas de madera, que fueron un motivo de entusiasmo permanente para mi mamá. La ciudad es casi entera peatonal, de callejones chicos y estrechos, chuecos y empinados, lo que hace las maravillas de quienes la visitamos, salvo los que andábamos con el cachito del auto. Por algún motivo que todavía intentamos averiguar, la ciudad estaba literalmente llena de orientales, al punto que los carteles – “no tocar”, “no fumar”, “no alimente a los muñecos”, etc. – estaban escritos en alemán y en japonés. En las tiendas no era raro encontrar al menos una empleada oriental y en las calles se veían hordas de orientales. No sé si Rothenburg tenga algo así como un “tratado de libre turismo” con el Partido Comunista Chino o con la Toyota, pero nunca me había tocado ver tanto chino/japonés junto.

III. Heidelberg, sweet home.

Tras almorzar y dar un par de vueltas, retomamos el auto y le pedimos a Alicia que nos condujera a casa. Ya estábamos en la entrada de Baden-Württemberg, así que fue rapidito el camino de vuelta, casi en línea recta. Ubicado el matrimonio Rodríguez Rodríguez en el hotel – a unas tres cuadras de la Europahaus – nos distribuimos, para el día martes juntarnos temprano y hacer dos de los paseos clásicos de Heidelberg: el castillo y el Philosophenweg (el camino de los filósofos). La subida al castillo – hecha en auto pierde el sudor del caminante – fue muy bonita, ya que permite, no sólo tener una vista privilegiada de la ciudad y del valle del Neckar, sino también ver el castillo mismo, testigo mudo – y bastante apaleado, hay que decirlo – de la historia de los últimos cinco siglos de Heidelberg. Construido, explotado y reconstruido a medias de nuevo, no sólo es impactante sus construcciones, sino también sus torres derruidas y galerías medio abiertas. Ahí también están – sepa Dios por qué ahí – el Museo Farmacéutico alemán y el tonel de cerveza más grande del mundo, que puede contener en su interior algo así como 2.800 galones. Dejamos las paredes de piedra rojiza para aventurarnos a cruzar el río y trepar – en auto, media gracia – al Philosophenweg, llamado así porque por ahí –cuenta la leyenda – paseaban Hölderlin y Eichendorff, quienes en realidad eran poetas y no filósofos. Pero seguro que el nombre Philosophenweg es más shic, así que lo dejaron así. En realidad, la única gracia de este Weg es la vista que tiene de la ciudad y el contacto con la naturaleza, sobre todo con los bichos y el polen, que debe ser un gran amigo de los heidelbergenses alérgicos. Muy bonito, pero en sí mismo, no tiene tanta gracia, sino lo que más se aprecia, es la vista al castillo… o sea, de donde veníamos recién.

Varios días, incluso semanas, antes de que llegaran mis papás, yo había levantado la moción en el parlamento de mi casa que hiciéramos una comida con ellos. Las chiquillas accedieron y el día fijado fue ese martes. Haríamos una comida típicamente alemana – métale Maultaschen con cebolla y salchichas de las grandes – y sería la mejor manera para que mis papás conocieran a mis cuatro convivientes en su hábitat natural. Fueron instruidas para que se portaran decentemente, se vistieran como la gente, atendieran a las visitas y no presentaran comentarios ni olores desagradables. La comida fue todo un éxito: los invitados felices, las anfitrionas encantadas y yo al medio. Ahí salieron los típicos comentarios estilo “Ay, si... es que Cristián es tan regalón” (mamá); “Si, en realidad es más flojo, nunca hace nada” (Cony o Carla) mientras yo masticaba y me limitaba a esbozar una sonrisa. Después de irse mis papás, fue tanta la buena onda, que salimos los cinco convivientes juntos a carretear, aunque fuera un martes. Y perdí mi celular. Genial.

Los días restantes, miércoles y jueves, fueron repartidos entre mis obligaciones universitarias y estar con mis papás: ellos solos anduvieron usando el auto para recorrer los alrededores (Schwetzingen, donde ya había estado yo; remontando el Neckar hasta Hirschhorn, donde todavía no he estado) y también hicimos el obligado tour por el Altstadt, paseando por la Hauptstrasse, varios de los edificios de la Universidad, las distintas iglesias, el famoso Alte Brücke (puente antiguo). El viernes teníamos la idea de ir a alguna misa antes que partieran los viajeros de vuelta, y encontramos que había una a las 9:30 de la mañana en Handschuheim, un barrio residencial al norte de Heidelberg. La misa no era en la iglesia, como esperábamos, sino en un hogar de ancianos a cargo de la parroquia. Eso habría de ser decisivo. Entramos preguntando por la capilla y llegamos a una sala cuadrada, con cerca de 25 personas; promedio de edad 72 años. Estimo que unas 5 a 8 estaban en silla de ruedas. Claramente no pasamos piola. Durante la misa pasaban cosas bien pintorescas, como que de repente algún viejo medio sordo respondiera gritando, o otra – más loca que vieja – se ponía a hacer ruidos raros con la silla. Como era de esperarse, en ningún minuto -ni siquiera en la comunión nadie se puso de pie. Por ahí a alguna le dio algo así como un pequeño espasmo, a lo que salió la enfermera corriendo a atajarla. Todo esto mientras el sacerdote se mandaba una tremenda prédica sobre la renovación de la Iglesia siguiendo el ejemplo de San Norberto de Xantes (y no es chiste). Una vez terminada la misa, obviamente nos atajaron y nos interrogaron, más por curiosidad que por otra cosa, y se sorprendieron mucho de la situación: un chilenito que estuviera estudiando acá y que vinieran sus papás a verlo, y que se metieran los tres en una misa un viernes en la mañana en un hogar de ancianos. No sé de qué se sorprenden… es lo más normal del mundo, ¿o no?

Sin mayores sobresaltos, los viajeros prepararon sus maletas – en las que yo mandé parte importante de la biblioteca que he estado comprando/fotocopiando acá – y los dejé arriba del tren a Frankfurt, dando el cierre a un episodio definitivamente especial en todo este viaje. Sin duda que fue un tremendo paréntesis en mi estadía estar con ellos, poder compartir con ellos directamente las particularidades de vivir acá, al mismo tiempo que me actualizaron de cómo andan las cosas por allá –además de traer manjar, pisco, leche condensada y otro encarguillos –. De alguna manera, fue como volver a Chile estando acá y, si bien fue bien agotador para mí tener que estar dividiéndome entre las tareas hogareñas, las obligaciones de la universidad y la atención a mis papás, definitivamente valió la pena y marca un antes y un después en mi semestre acá. Los que tengan la posibilidad de hablar con ellos, podrán escuchar su versión de los distintos acontecimientos acá narrados e intercambiar impresiones.

Como si todas estas aventuras y sucesos fueran pocos, afírmense a lo que viene. Hacía meses – incluso antes de venirme – que yo tenía programado ir a las jornadas “Heidegger und Religion” que se iban a llevar a cabo del 4 al 7 de junio en Messkirch, el pueblo donde nació Heidegger, perdido en la selva negra, al suroeste de Alemania. No sólo porque me interesara el tema, sino también porque allí habría de hacer una presentación la Diana Aurenque, sobre algún aspecto de los que está haciendo su tesis doctoral en Freiburg. A las pocas horas que se fueron mis papás, me fui en tren a Freiburg, donde me encontraría con Jorge Torres – ya ha aparecido varias veces, así que deberían saber de quién se trata – y partiríamos el sábado temprano a este famoso pueblito. Bueno, en realidad es famoso porque ahí nació Heidegger y porque ahí está enterrado. Nada más. Al punto que ni siquiera tiene estación de trenes. Eso, y el hecho que este pueblo estuviera metido literalmente al medio de la selva negra, hacía difícil – y finalmente hizo imposible – que uno pueda llegar fácilmente. Tras varias horas arriba de varios trenes distintos – ya me he quejado otras veces de esto – llegamos al “pueblo importante” más cerca de Messkirch (Stockach) para recibir la noticia que el último de los tres buses que llegaba allí había salido hacía 30 minutos. O sea, nos quedamos al medio de la nada y sin ninguna posibilidad de llegar al pueblucho donde a Heidegger se le ocurrió ser arrojado. Menos posibilidad todavía de llegar para la conferencia de la Diana. Ya eran alrededor de las 4 de la tarde y habíamos salido tipo 10 am. Rehaciendo parte del camino andado, con Jorge decidimos que podría ser interesante, y para aprovechar el viaje, volver a Freiburg pero por Basilea, Suiza, ya que todos los trenes nos hacían pasar por ahí. En efecto, haciendo las combinaciones respectivas, llegamos a Basilea alrededor de las 7 de la tarde y teníamos el plan de dar un par de vueltas por la ciudad, sobre todo para llegar contando que habíamos estado en Suiza. Magro error. Saliendo de los andenes de la estación pasamos por un simpático puesto de la aduana, donde, al vernos las caras, nos piden papeles. Como no teníamos presupuestada esta salida de Alemania, ninguno andaba con pasaporte. Entregamos lo que tuviéramos con nuestra identidad, y nos revisaron en el sistema computacional. Ahí empezaron los problemas: según el sistema – o según el policía que lo leyó – mi visa estaba vencida desde el 17 de mayo, cosa que era errada dado que la había renovado hasta el 31 de agosto. Pero claro, si no tenía el pasaporte, era mi palabra contra la suya. Dado que, hasta que se demostrara lo contrario, yo había sido encontrado como ilegal, quedaba detenido en la estación. No quería ni imaginarme qué tipo de aventuras podría llegar a contar tras pasar varias horas detenido en una celda de la policía suiza, menos un sábado en la noche. Opciones para salir de este problema: mandar a Jorge a Heidelberg – lo que podría haber tomado hasta la mañana del día siguiente – y que recogiera el pasaporte y lo llevara a Basilea; o bien, que intentara ubicar por teléfono –pero no el mío, porque lo perdí el martes pasado – a alguna de las chiquillas, que rompiera el cajón donde tengo el pasaporte con llave y lo llevara a alguna estación de policía en Heidelberg, que llamaran a Basilea y me soltaran. Con tantas emociones y contradicciones en la cabeza, no sabíamos bien qué íbamos a hacer. Cuando, de llevarnos de una oficina a otra, algún policía empieza a revisar en el computador qué es lo que está fallando y se da cuenta que... oh sorpresa, tengo visa válida hasta el 31 de agosto!! Acto seguido nos sueltan, lógicamente sin pedir perdón ni olvido, pero no nos dejaron entrar a la ciudad de Basilea, porque no andamos con pasaporte y no somos de la UE, así que nos quedó un buen rato de espera y meditación en los andenes de la estación. Como es de imaginarse, con tanto jaleo perdimos la combinación de trenes y tuvimos que tomar el siguiente, varias horas más tarde. Finalmente llegamos a Freiburg de vuelta alrededor de las 12 de la noche, sin haber estado en ninguna parte durante todo el día: der ganze Tag unterwegs.

Sin contar el frustrado viaje a Messkirch y la cuasi-detención en Basilea y la visita de mis papás, no hay mucho que contar. Por acá se retoma el ritmo normal de las clases, y en estos minutos me encuentro preparando otro Referat, pero no sobre Neruda sino esta vez, sobre El Injenioso Fijosdalgo Don Quixote de La Mancha. ¿Por qué del Quijote? Ni idea. Será porque me gusta, porque me parece tremendamente interesante esto de ser tan idealista entre el absurdo y el Absoluto, porque es flaco, porque es conocido. Además, cabe mencionar que por acá está todo el mundo revolucionado con la Europa-Meisterschaft o Eurocopa. Los partidos se dan, no sólo en prácticamente todos los bares, sino también en pantalla gigante en el comedor de la universidad, al aire libre, aunque esté lloviendo – estas malditas lluvias de verano – o haya sol. Para los partidos de Alemania terminan no dejando entrar a más gente, porque se colapsa. La gente anda vestida con las poleras de sus países, los colores pintados en la cara y los autos con banderas. Además, como Heidelberg, sobre todo por la universidad, es una ciudad altamente internacionalizada, en todos los partidos hay una tremenda barra de los dos equipos que están jugando. Por ejemplo, ayer en el partido Italia – Rumania, no sólo estaba lleno de italianos, cosa esperable al ser la segunda colonia más grande en Alemania después de los turcos, sino también una barra considerable de rumanos, con poleras, gorros y banderas. Más encima, metían mucho más ruidos que los italianos: cosa inesperada.

Calculando que ya me van quedando un par de meses acá, me doy cuenta que es probablemente la primera vez en todo el viaje que no tengo nada programado de aquí a que me vaya. O sea, sólo me resta seguir y terminar los cursos. Obviamente tengo ganas de hacer otras cosas, viajes, visitas a profesores en otras universidades, paseos, etc. pero en concreto no tengo nada programado, sobre todo porque no tengo claro aún cómo se viene la cosa cuando terminen las clases a principios de julio: exámenes, trabajos, etc. Pero bueno, ya me las arreglaré para estar haciendo alguna cosa digna de contarse y mantener con algo de contenido el blogcillo. En todo caso, esta vez he escrito suficientemente largo para cubrir la demora de no haber escrito en al menos unas tres semanas. Como siempre, estaré expectante a sus comentarios y mails, que en el último tiempo han estado escaseando. A ver si los fieles que han llegado hasta acá en la lectura, se manifiestan con un emilio para consolar al pobre autor que por momentos tiene la quijotesca sensación de escribir para que nadie lo lea. Pero de manera igualmente quijotesca, sigo escribiendo:

- ¿Qué diablos de venganza hemos de tomar – respondió Sancho –, si éstos son más de veinte y nosotros no más de dos, y aun quizá nosotros sino uno y medio?

-Sancho, yo valgo por ciento.


Un fuerte abrazo desde la calurosa – mas indecisa – Heidelberg,
Cristián

PS: un par de fotos notables...

CRO y CRR reflexionando una eventual conversión al judaísmo tras la reciente visita al barrio judío de Praga.

AMRV y CRR levemente sorprendidos ante las atracciones turísticas.


CRR intenta registrar el infinito desde el campanario de la Catedral de St. Vito, Praga.

Conmovedora imagen: afiche a la entrada del "Museum of Communism" al frente de un McDonald´s en Praga. (Espero mínimo ganarme el World Press Photo con una toma como esta, no?)